·"Una receta no tiene alma, es el cocinero quien debe darle alma a la receta".


10/30/2012

HILDA MARTÍN PREGONERA TOSANTOS 2012

El pasado viernes 26 de octubre, invitados por ASODEMER-CÁDIZ,  el blog Túbal, tuvimos el honor de asitir al pregón Tosantos 2012, a cargo de Hilda Martín García y presentado por José Carlos Fernández Moreno.
El acto tuvo lugar en el Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Cádiz.


ABASTOS EN LA PLAZA DE LA CORREDERA.1812

Hoy, un día  hermoso de 1812, me planto aquí  como mujer americana, viajera indómita de mi tierra bella, para deciros bajito, como quién canta una jarocha, la plenitud de emociones que vuestra ciudad ha dejado fijada en mis ojos.
Y aquí, en esta casa consistorial a medio hacer, ante los regidores, Lasquetti, conde de Casas Rojas, Don José Serrano, conde de Rio Molino, entre otros, y el síndico personero Don Manuel Iñigo, tengo  a bien hablaros.
Soy Mariana Rodríguez del Toro, esposa de Manuel Lazarín, español defensor a ultranza de nuestro rey preso Fernando. Y aunque no debiera tener arrojo, ni valor, ni ganas por mi condición de mujer de  enfrentarme a los hombres, no concibo la vida sin cultura y tengo desde hace años un salón en Veracruz donde hablamos de política.
Vengo a contaros mis días en vuestra tierra,  y aunque  las ráfagas del levante alivian la nostalgia del runrún hermoso de los vientos Tehuantepecos. Y aunque la sensación de salitre de las aguas próximas a esta ciudad de Cádiz, y los islotes del Diamante y las Puercas, disculpan la extrañeza de los arrecifes de Hornos, de la Cieneguita y la Lavandera. E incluso aunque el sedoso acento de las mujeres gaditanas, con su cadencia y musical lenguaje hagan que no note en falta el Tenek o el Olomik que hablan los indianos.  Y aún cuando, esta luz, es la misma luz que baña mi tierra, y las olas que bañan estas orillas de Santa María y la Punta de la Vaca, son las mismas olas que bañan las costas  de Veracruz, el mismo Atlántico indómito, extraño mi tierra.

No ha sido fácil remontar este bravo océano que moja las dos orillas. Ni sencillo, abandonar el olor a maíz tostado y mole picantón y achocolatado de las meriendas en la hacienda. Salir del barrio  de negros de Huaca,  abandonar Veracruz  ciudad de Tablas,  en  compañía de estos ávidos hombres de negocios y mercaderes,  que han forjado jugosos negocios y  vuelven a  España en pos del descanso de su aventura trasatlántica.
Medellín, Alvarado, La Antigua, Boca del Rio, reconocieron mi esfuerzo al irme y dejar en la popa de este hermoso bergantín, las copas del chijol, el ojite, el palo de rosa, el mamey,  la palma y la  higuera. Y como recuerdo infinito de mi adiós, la ultima mirada a los viejos muelles de la bahía de San Juan de Ulúa, llenos de canarios y tinerfeños, hoy ya veracruzanos y afincados en Xalapa, encargados de llenar estos barcos de todo lo mejor para los puertos españoles.
El Impecable, desplegó todo su aparejo sobre los dos mástiles y sus velas cuadradas junto a las  transversales, desde la proa hasta la popa,  confundió mis finos ropajes de lino fresco y blanco indiano, con la rotunda claridad  que provocaban los  salvajes empujes del viento. Abandoné Nueva España, marchando hacía la patria a llevar caudales para la guerra contra nuestro Rey Fernando, abandoné la tierra de la mezcla, de los ladinos, cimarrones, zambos y mulatos, para ir en pos de las Islas gaditanas en un bajel lleno de las riquezas de América.
Agüita de Jamaica para evitar la fatiga del viaje, infusión dorada de pepitas de melón para que la vigilia abandone mi cama. Plata en pasta de Tampico, tintes, monedas en peso, cacao de Guayaquil y Marañón,  pimienta  de Tabasco, zarzaparrilla, purga de Jalapa, anís, vainilla y cajones de drogas y medicinas. Grana, granilla en polvo, añil de Guatemala,  añil en flor de Caracas, azúcar de La Habana, jirones de algodón, azafrán y espuma para hacer pipas. Cajas por cientos de uñas de carey, cigarros, pacas de algodón y palos de caoba.

El convoy se precipitó  por más de cinco meses entre las olas, más de ciento setenta hombres de tripulación, unos treinta y ocho pasajes, solo dos mujeres mi negra Jacinta y yo. De Veracruz a la Habana, y de la Habana a Cádiz.  Sin enfermos de fiebre y sin atisbo del nauseabundo olor a podrido de los hombres que sin dientes padecen escorbuto.  Y entonces, sobre el horizonte, como una pequeña mancha de yeso, estirada sobre el mar, con la luz incidiendo perpendicularmente sobre las torres miradores y las pequeñas azoteíllas que de blanco rotundo se vestían frente al cielo, comprendí que había llegado a las Islas gaditanas. Cádiz, la ciudad más nombrada en América.
Ya me lo habían dicho, y pensaba en esos comentarios que los navegantes llevan de aquí para allá, de la hermosura del perfil de estas tierras sobre las aguas. Me sonó esa luz, una luz idéntica a la mexicana, luz que empezó a centellear en el horizonte mientras entrabamos  en la bocana del muelle y  percibíamos sinuoso el perfil de una sierra quizás cercana.
Bajeles y veleros reposan  radiantes en el ronroneo continuo de las olas, Barco, barca, místico, balandra, goleta, polacra, tartana, cachemarín, queche, bergantín, fragata, bombarda, laúd, gabarra, patache, falucho, jabeque, lugre, Corveta, landre.
Desde los fuertes de San Felipe,  San Carlos y   San Antonio o  Aduana, se vigilaban  sigilosas  las aguas, tenues aún al  alba  de la bahía. Farolillos de luz blanca, iluminaban  la Puerta del Mar  en ese momento desierta  y en unas horas llenas del gentío de los muelles y  los embarcaderos.
Un vaho húmedo y frio se apoderó de la mañana, y  los pendones  de las navieras  parecían pintados en las sombras, asomados de forma perpetúa a las hermosas torres miradores de las casas.
Una aurora espléndida llenó  de forma paulatina de vida  la bahía mientras yo  desde la popa contemplaba  un Cádiz emergente como  la Atlántida, rígida y firme como Petra, hermosa y limpia como Alejandría.
Angulosa y  curvilínea, se me antojó una mujer perfecta que arrollada por las olas, se dejara acariciar en un baño de espuma infinito.
El apuesto segundo de a bordo, describía con parsimonia la visión que yo desconocía, los inertes campanarios del Carmen y la casa de las cuatro Torres, la casa de Juan Clat, cargador de Indias,  que se desdibujaban en el espacio. Una estela roja, señalaba en la bocana de la bahía a “Las Puercas” y a las barcas dispuestas con cajones y escolleras que defienden inexpugnablemente lo que guardan. Las baterías de Bilbao, de la Soledad y el baluartillo del Bonete, todas ya pertrechadas con sus piezas de artillería, se presentaban solo en la lejanía, hacía el océano. Al otro lado, el fuerte de Matagorda artillado mirando al mar presto a batir los barcos por la proa. En el caño del Trocadero, la batería del Comercio y al fondo del saco de la bahía, el Arsenal de la Carraca y algún que otro pontón de prisioneros.

Quizás aquí, en esta bendita tierra gaditana sitiada,  no se  es consciente  aún del terrible peligro. Creo que este excesivo mar que les protege actúa como un vendaval que ventila y oxigena los malos pensamientos, y que, hasta que no vean los uniformes de los húsares paseando por sus calles, no van a ser conscientes del peligro que corren.
El muelle está a rebosar de hermosos barcos y navíos. Las velas, recogidas por poco tiempo, se aprietan contra los mástiles después de travesías largas y pesadas.

Comprendo, estando aquí y sólo aquí,  que este tintineo continuo de aires de otros lugares impide ver y apreciar el terrible acecho de la muerte. La vida continúa aquí sin aspavientos, sin rencores. Los colores y los olores de este puerto tan vivo, me  transporta a lugares exóticos, donde la guerra no existe, donde la vida es plena y pacifica.

Es increíble ver tantos buques, barcos pequeños y grandes, en un movimiento continuo de fardos, cajas y cestos.  Los mulos entran y salen guiados por los cargadores  gallegos en una incesante procesión de productos.
Pero al pasar por la Puerta del Mar, la oscuridad que la muralla procuraba hacía la parte del cantil se redujo y apareció ante mí un espectáculo indescriptible. Colores y olores se convirtieron en mi guía entre los numerosos puestos que se disponían de forma arbitraria a ambos lados de la Plaza de la Corredera de las Águilas, la Corredera, como aquí la llaman, plaza de San Juan de Dios, Mercado de abastos.

Entre las carnes no faltaba la de carnero además de la de vaca, ternera y cabrito, el cerdo en embutidos de todos los tipos provenientes de las sierras cercanas. El trigo, en el repuesto público a fanegas, la cebada, el maíz, garbanzos y garbanzas, lentejas, alpiste, arvejones, habas tarragonas, habas comunes, quesos del país y de Flandes, bacalao a quintales, frijoles, arroz de la Carolina, arroz de Valencia moreno y superior, pasas de sol, manteca de Flandes,  jabón duro o piedra, carbón y pan ahora ya de una sola calidad, suspendido por decreto la elaboración del pan francés o el de  privilegios.
Merluzas, pescadas, besugos, lenguados, dentones, atún que venden por las esquinas y fritos a trozos pequeños en puestos  ambulantes o bodegones, envueltos en papel de periódico. Chocos, almejas, ostiones camarones, langostinos y otras especies de marisqueo, lapas, erizos, coquinas y cangrejos.

No falta en ella producto alguno, ni de entre ellos los mejores. No importa el origen ni la procedencia, ni siquiera los cientos o miles de leguas que hayan tenido que recorrer para estar aquí presentes, a nuestra mano, jamás he visto tantos y tan hermosas frutas, verduras, carnes, pescados y mariscos  concentrados. De tantas formas y variantes, tan extraños y tan comunes que de verlos juntos uno no puede más que maravillarse, sobre todo cuando el país esta  en guerra y levantado.  Dicen que en las casas más humildes de la ciudad, los pucheros se llenan de guisos  de bacalao o de machorra,  oveja  estéril, cecina, todo con mucho ajo y pimentón molido. De beber, vino aguado. Los caldos, hechos con agua de lluvia, única que inundan  los aljibes encalados. Caldos curativos y ligeros en el que la achicoria y la borraja son las verduras más  aconsejadas al poco caudal del bolsillo, aunque recomendándose que algunos  días, se hagan un poco más nutritivos con harina de cebada y arroz, con carne de gallina o jamón de tal sustancia, que incluso se concentran en pastillas como víveres en los barcos de guerra. Sopas de pescado o de verduras  en la que a veces solo el pan y un poco de aceite son sus ingredientes, siendo   el soporte de algunos centros de beneficencia y hospitales de las ciudades en guerra. Mientras, los más pudientes, caldos y guisos con garbanzos, verduras, carnero, aves, morcilla y lengua de puerco. Y las borrajas rebozadas en gachuelas como si se tratara de bacalao. Y en la confitería de plazuela de Fragela del señor José Cosí, bizcochos de plantillas, panales, anises, pastillas de chocolate, garrapiñadas, caramelos, yemas, merengues, bizcotelas y   helados.

 Pero, a pesar de esta guerra, lo que me encontraba en Cádiz, no era comparado a nada de lo que había visto con anterioridad. Las tiendas y establecimientos estaban presentes en todas las calles de la urbe, daba igual la importancia de la misma o sus dimensiones. Los escaparates y la manera de mostrar los productos y manufacturas que en ellos se vendían eran dignos de los mejores pintores, y hoy continúan casi viviendo de espalda a la cruenta afrenta bélica, luciendo con las mismas  galas. La sombrerería de la Plaza de San Agustín,  el precioso y coqueto almacén de lencería de la Plazuela de las Viudas, la de loza y cristalería de la calle Flamencos, la de seda y tafetanes de la Calle de la Magdalena en el barrio de San Carlos, dan muestra, a cuantos las contemplan, de que en esta ciudad se sabe de menudeo y se conocen los mejores productos del mundo y están dispuestos a traerlos para quienes estén en condición de consumirlos.
De igual forma estaba engalanado el mercado, los cestos y tablas bien dispuestos y en las esquinas los hermosos puestos de aguadores con sus anises   preparados para hacer el agua menos insípida. Aguadores que portaban el agua a las casas, subiendo a los pisos cargados con pesadas barricas o cubas y aquellos que en las calles y plazas de la ciudad vendían el agua en los  vasos que llevaban  en una cesta. Los que trabajaban a pie, repartiendo el agua que cargaban en una pipa pequeña y aquellos que, seguramente un poco más pudientes, cuentan con un pequeño mulo o un puesto fijo en algún lugar de esta ciudad. Puestos fijos, como el de la Plaza del Cañón,  con hermosos y enormes cantaros de barro fabricados en el bajo Guadalquivir en las que está absolutamente prohibido introducir vino o aceite.
Los policías de abastos vigilaban que la normativa municipal en cuanto a pesos, medidas y precios se cumpliera. Que los productos que entraban por la Puerta del Mar estuvieran contabilizados de forma que pudieran ser sujetos a los arbitrios, que los pósitos de trigo estuvieran saneados y siempre llenos, sobre todo en estos momentos críticos para la población.
Paseaba en este rudo y  ya caluroso mes, con paso presto hacía la casa de Frasquita Larrea que ha tenido bien darme hospedaje, y mis pies menudos se dirigían mágicamente a aquellas tablas bendecidas con el don de los sentidos.
El  tocino recio y de ricas vetas rojizas con sus letreros de procedencia Córdoba, Ronda, Huelva, San Juan del Puerto y Benaocaz.  Las enormes tinajas y pipas de aceite, cuyo color dorado se confundía con el brillo de las balanzas, pesos y romanas que el maestro veedor fijaban en los puestos.
Las tabernas y destilerías  tan concurridas, donde los aguardientes de Holanda, el tinto de Cataluña, los vinos de Jerez, Sanlúcar y de Málaga, componían una sinfonía de olores inexplicables e inmejorables para ser saboreados y degustados. Vinos como el fino, el oloroso o el amontillado, son vinos generosos, aromáticos, de color amarillo-verdoso. Vinos procedentes de sarmientos tendidos y largos, de hojas palmeadas con los senos acorazonados. Uvas redondas, duras y tempranas. Palomina Blanca de jerez, Trebujena, Arcos, Pajarete y  Espera. Palomino de  Conil y Tarifa. Tempranilla de  Rota, Trebujena y Granada. Orgazuela del Puerto de Santa María. Ojo de liebre de Lebrija. Tempranas blancas de Málaga y Algeciras. Listanes junto a los moscateles, Pedro Ximénez, las mollares negras y blancas, los jaenes y la tintilla.

Mientras recorría el sinfín de puestos y tablas, el jolgorio y las voces alzadas de los tenderos animaba mi sensación de bienestar en esta  ciudad donde todo se me mostraba virgen, la pescadera, el vendedor de chorizos cocidos, el carnicero, la verdulera, la gacetera, la naranjera, el vendedor de agua de cebada, afiladores de cuchillos, escardadores de lana, y el aceitero pugnan por el mejor lugar para colocar sus mercancías. Y aquellos arropieros que además ofrecían garbanzos y habas tostadas, altramuces y algarrobas, siempre rodeados de pequeños.

La mañana traía el olor esplendido a café intenso y que da nombre a un lugar privilegiado, un sitio neurálgico donde pasar las horas charlando, verdaderas tertulias donde se desmenuza la situación política, económica y social de una España que se asomaba desde las noticias que llegaban como un alma en pena.
Es curioso, pero cuando uno entra en un café de estos de Cádiz, sufre una necesidad de ser acogido. Hombres que  sacan la tabaquera, despuntan el cigarro y  el solo hecho de encenderlo en  la misma bujía que los alumbra, les  da cierto derecho a sentirte integrado.
Ahora, que salgo de este espacio en el que los sentidos eclosionan como si toda América de golpe se desparramara por esta isla gaditana, ahora que envuelta en el halo esplendoroso que procedente de la  bahía, huele a flores de este Mayo bendito y a los cantos dadivosos y entremezclados de aguadores, freidores de pescados, pimpis y floristas, me quedo con este son al runrún de la calle, en la voz tibia de un vendedor anónimo:

“Aguileñas vendo,  flores de tallo esbelto, que en las tablas del mercado se ofrece a la mujer pura. Ofrezco hermosas y olorosas  argentinas a la de sienes plateadas. Ojiacanta y albahaca para ahuyentar la melancolía, a las que padecen  mal de amores,  en tanto que vendo  la Madre Selva que protege  la virginidad de las jóvenes casaderas.  Tengo entre mis cestos, Rosas silvestres, en matojos, menudas y olorosas cual mujer pobre y  harapienta en la que destaca su hermosura.  Y regalo, Jazmines armoniosos, igual al talle perfecto de la mujer que camina por las estrechas callejuelas de Cádiz, de tez inmaculada como la Azucena”.

Los caudales de mi rey están seguros y con estos paliar las necesidades de la guerra, volver América impregnada de estas sensaciones y parir en México un Cádiz hermoso y pletórico, será el pago perfecto, la mejor de las maneras de recordar las imágenes que llevo grabada en mis ojos.

El tiempo pasará,  y su cadencioso compás, sin espera, sin tregua quizás lo cambie todo.  Y cuando los años, los siglos pasen y el lugar de las tablas, puestos y cestos llenos de colores y olores, ya no sea este que ahora contemplo, seguirán existiendo los pregones. Porque pregonar es soltar al aire la descripción de lo que uno tiene, sean palabras, flores o ricos productos. Soltar para que otros se sientan tentados por lo que se  ofrece. Casi cantar con sinuosa voz, la belleza de lo que cubre la tabla, el mejor pescado, la mejor verdura, o la mejor carne.

Ojala no cambie nunca este proceso mágico y cotidiano de comprar y vender que se trastoca en un Festín para los Sentidos, una sinfonía de colores, un enjambre humano, bullicioso, que grita, ríe , canta y pregona. Un acto personal que solo en el cuerpo a cuerpo de quien vende y quien compra puede darse. Un acto humano en un escenario lleno de color y vida, donde se teatraliza la necesidad básica de los seres humanos de comunicarnos.

Bendito el abasto diario de los pueblos, bendito el trasiego y el vaivén de los olores y colores de los mercados y bendito el sentido mágico de quien compra y quien vende. Los que lo han hecho siempre, y los que lo harán siempre siglo tras siglo por esa necesidad del hombre de abastecerse.


                                                                Hilda Martín García
                                                             Cádiz, 26 de Octubre 2012

No hay comentarios: