En esta séptima edición participarán La Mar de Fresquita, Yeyo Celebraciones, Rincón de Lito, Bar El Espectáculo, El Pena, Mariscos El 15, Freidor El Pescaíto, Mavi Celebraciones, Fiore Deco, De Pata Negra, Rincón de Javi, La Valenciana Ibense, Restaurante La Andaluza, Restaurante Puente de Hierro, Salinas y Celebraciones San Vicente y Bar La Teja.
El acto de presentación de esta VII Feria Gastronómica de la Bahía 2011, tuvo lugar esta mañana en el Centro de Congresos "Cortes de la Real Isla de León" en San Fernando.
Presentó el acto el Presidente de ACOSAFE, D. Manuel Luna Verdugo, a continuación la Delegada de Comercio y Turismo del Exmo e Ilmo Ayuntamiento de San Fernando, Dña Cristina Arjona Merino, directora de las anteriores ferias gastronómicas que se han venido celebrando, resaltando la importancia de esta VII Feria, que viene siendo un encuentro para toda la Bahía Gaditana y la ilusión que le ha puesto todos estos años, viéndose reflejada en el éxito de público, con cerca de 80.000 asistentes.
Seguidamente tomó la palabra D. José Domínguez Oneto, Presidente de la Asociación Gastronómica de Andalucía, el cual presentó al pregonero de este año, D.Manuel Ruíz Torres,Químico de la Armada e Investigador Gastronómico y editor del libro "Cocina del Bicentenario", haciéndonos referencia a sus varias publicaciones, y resaltando sobre todo las últimas de ámbito gastronómico e histórico, llenando un vacío existente en ese siglo respecto de la gastronomía.
Oneto, anunció que el próximo jueves 22 de septiembre, D. Manuel Alguacil Mejias, miembro de la Junta Directiva de ACOSAFE ; D. Juan Ramón González Higuero, profesor de cocina de la Escuela de Hostelería de Cádiz y; el blog Túbal, tendremos el placer de actuar como jurado de dicha Feria.
En otro orden, nos adelantó como primicia la propuesta a un nuevo Grammy de la Niña Pastori, una de las embajadoras de la Isla, allende los mares.
Ruíz Torres,comenzó su pregón haciendo una añoranza a todo acto que concierne en torno a la comida, el hecho de comer, uno de los actos más rutinarios y a la vez de los más importantes del ser humano a lo largo de su vida, relacionándolo con su entorno, familia, amigos, negocios, fiestas, ferias, en sí un acto que nos socializa y a la vez nos diferencia. Nos transportó a través de la historia por un recorrido de barrios, huertos, tabancos, montañeses, marinos, recetas de "ida y vuelta", refiriéndose a la denominación "tacos" como orígen de la palabra "tapa" y que sin embargo, sigue utilizándose en México.
Nos dió pistas, sobre recetas de intercambios contínuos entre la Bahía Gaditana y la Bahía Ferrolana (Galicia), como el menudo con garbanzos, almejas con fideos, garbanzos con chocos, etc. Resaltó la importancia del aceite de oliva en nuestra gastronomía mediterránea y su asociación con los freidores de la época, dándonos como ejemplo la freiduría El Deán, que viene ofreciendonos su célebre bienmesabe y pescados fritos de la Bahía, dándonos la oportunidad de poder hacer "comida con dignidad en la calle". Este aceite, nos decía, es el que "viste de novia a las tortillitas de camarones", tan típicas de La Isla.
Resaltó la recuperación de platos de la época del Bicentenario, como viene haciendo entre otros el Bodegón de Miguel con el "tasajo", carne salada de la Pampa, y como a la vez, sigue innovando y creando nuevos sabores y productos, como las algas que nos ofrecen la empresa isleña SurAlgae. Innovación y tradición no están reñidas, pueden ir de la mano y eso es lo más resaltable en la Gastronomía de la Bahía.
El acto se clausuró con unas palabras de D. Manuel González Piñero, Delegado de Comercio, Turismo y Deporte de la Junta de Andalucía, haciendo mención a la importancia hoy en día, de las redes sociales en estos tipos de eventos gastronómicos que hacen relanzar nuestro primer y más importante sector actualmente, la hostelería y el turismo, ya que uno viaja a los sitios elegidos pero en el fondo lo que más suele hacer es, informarse sobre donde dormir o comer, utilizando internet, para elegir parte de su programa o paquete turístico.
Desde aquí, animamos a todos que asistáis a esta suculenta y exitosa Feria y podáis disfrutar como nosotros, de la alta calidad que viene demostrando La Isla, en su gastronomía.
PREGÓN VII
FERIA GASTRONÓMICA DE LA BAHÍA (SAN FERNANDO)
"Una Feria evoca inmediatamente momentos de fiesta, pero no
deberíamos perder tampoco su sentido antiguo, directamente vinculado al
comercio. Desde nuestros antepasados romanos, que cada ocho días dejaban sus
labores del campo para venir a la ciudad a vender sus productos y a comprar o
trocar lo que necesitaban, se ha utilizado esa palabra para nombrar ese
intercambio de mercaderías. Las Ferias nacieron con el comercio, y ese
encuentro que atraía a todas las gentes de las cercanías, festivo también
porque interrumpía el trabajo diario, se ha utilizado siempre para hacer
negocios, pregonar las leyes, hacer justicia o, incluso, para galantear a las
damas, como ya cuenta Covarrubias, a principios del siglo XVII, que hacían
algunos tenderos que dejaban franca su tienda a quienes les gustaban. Las
ferias de ahora siguen siendo fiestas para relacionarse.
Hoy hay otros lugares para comerciar y todo está más
disponible, pero es igualmente importante resaltar lo que de extraordinario y
necesario supone este trabajo, que se hace siempre en una relación personal y
directa. Los antiguos tenderetes de aquellas ferias agrícolas, montados apenas
con algunos sacos o cajones y una tabla, se han convertido, hoy, en acogedoras
tiendas que, en el fondo, quieren reproducir la confortabilidad y la seguridad
del propio hogar. El comercio ha ganado, en estos siglos, en confianza y en
trato personal. Hablo del comercio tradicional, vinculado a su calle y a su
ciudad. De aquel comerciante que es reconocido por sus vecinos por su nombre, y
ha compartido con ellos parte grande de la vida, y se juega la existencia en el
éxito de todos. Hablo de los productos de la tierra, que mantienen esa
vinculación con la vida de cada uno de nosotros. Los sabores de los potajes azafranados
de la infancia, la textura de las sábanas de franela cuando llegaba el frío, el
olor de los antiguos jabones de lavanda, el sonido de los cascos de cerveza
donde llevábamos a casa el aceite comprado a granel, el color tizón de las
sartenes de hierro que colgaban del techo de las ferreterías del barrio. Ese
comercio se merece una feria, es decir una fiesta, para recordar la parte de
nuestra propia identidad que le debemos.
ACOSAFE escogió, como hemos visto con tan buen criterio,
llamar Feria a este encuentro entre comerciantes de la cocina isleña y su
público, que cumple ya siete años. Su actual ubicación, en el hermosísimo Parque
Almirante Laulhé, un jardín que nos recuerda aún la antigua condición campestre
de buena parte del término de La Isla, permite trasladarnos un poco más a esas remotas
ferias rurales, donde la tierra –mojada o sequerosa por el Levante- era el olor
de fondo de la muchedumbre. Como festeja también una identidad isleña -es decir
una identificación con la herencia de nuestros antepasados-, que la Feria venga
organizándose alrededor del 24 de septiembre, día tan relevante para San
Fernando y para España entera, cuando se reunieron en La Isla de León, por
primera vez, las Cortes que habrían de darnos la primera Constitución de
nuestra Historia.
Esta fiesta de la identidad isleña, que es también
reconocernos con nuestro propio pasado, se hace a través de la comida.
Reconocemos el mundo por primera vez con los sentidos. Al recién nacido todo le
sorprende, pero esas primeras sensaciones le acompañarán siempre, y le
tranquilizarán y le darán seguridad en lo que le venga. Para nosotros, la
comida no es sólo repostar combustible para que siga funcionando la máquina
sino, principalmente, un placer culto. En La Isla, en la Bahía entera, llevamos
siglos aprendiendo a disfrutar cada vez mejor con la comida. Lo peor de la
llamada comida basura no es tanto la calidad de sus ingredientes como que
destruye el ritual de comer juntos. Ya empieza a no comerse a su hora sino
cuando se tiene hambre, sin esperar a que los amigos, o la familia, nos
acompañen. Se come a deshoras y en soledad, cada cual su pequeña ración,
individual y momificada, para cumplir esa necesidad solitaria. Hacer una Feria
Gastronómica es recordarnos que, en la Isla y en toda la Bahía, nos gusta
compartir esa felicidad de comer. De tapas no se va uno solo, sino en familia o
en pandilla. Los que empiezan a amarse comparten esa inigualable intimidad de
comer juntos; y empiezan con algo tan poco comprometedor como unas tapitas. El
comer juntos une mucho, porque compartimos algo que, en esencia, nos permite
seguir vivos. Compartimos, sin exageraciones, nada menos que la vida.
Siempre ha sido así, comida para tomar en compañía. Incluso
cuando las tapas no tenían ningún nombre, ya se daba de comer algo –un poco de
queso, embutidos, un cucurucho de pescada frita- en los montañeses de La Isla y
de Cádiz para poder seguir bebiendo en compañía, sin caer rendidos. Para
algunos, la tapa se nombra así por derivar de la palabra etapa, o ración de
campaña que se les daba a los soldados para comer, en una jornada andando,
mientras marchaban a un nuevo destino u objetivo. Ese sentido de etapa como
jornada permanece todavía. Decía quien fuera Intendente General del Ejército en
1810, D. Tomás González Carvajal, que etapa “es voz militar tomada del francés,
que vale lo mismo que ración, y entre nosotros se ha solido usar con mucha
variedad, llamándose alguna vez etapa un pedazo de queso con alguna galleta y
un trago de aguardiente o vino, que se haya repartido a la tropa en día de
fatiga”. Esa etapa también se comía en rancho, esto es, en compañía de otros
soldados.
Lo que está probado es que su nombre antiguo fue el de
“tacos”, que ya en el Diccionario
Castellano de Terreros, de 1783, aparece como un “trago de vino”. La
noticia más antigua de una tapa es gaditana. La da González del Castillo en su
sainete “Los caballeros desairados”, publicado en Cádiz en 1812, aunque
representado algunos años antes. Cuando el peluquero Tadeo ve, en casa del
marqués de Campo Claro, una botella de Pajarete y un plato con comida, se sirve
de ambos y se dice: “¿Con que queso / y nueces?. Una rajita / para que sirva de
taco”. Estébanez Calderón le da, en sus Escenas
Andaluzas, 1847, el mismo sentido de comida que acompaña al vino: “Toma
este trago y este taco”. Y ya en el Nuevo
Diccionario de la Lengua Castellana, de 1853, se define taco como un “bocadillo (pequeño bocado)
que se toma o trago que uno bebe fuera de las horas de comida”.
Curiosamente ese taco siempre significó algo que,
físicamente, tapaba algo. Para Covarrubias era el “tarugo con que apretamos
alguna cosa” y para el Tratado de
Artillería, que escribió el jerezano Tomás de Morla, quien fuera el Capitán
General de Andalucía y Gobernador Militar de Cádiz que rindió la escuadra
francesa en la Bahía, un año antes de reconocer como legítimo al rey José I
Bonaparte, el taco es “el heno o esparto que se ponía sobre la pólvora en los
cañones”. Como “taco” ha sobrevivido la palabra en México, llevada allí por los
españoles, donde terminó designando a los “envueltos” de tortillas de maíz o
trigo que encierran, enrolladas, diversos alimentos, tomados como tentempié o
comida rápida. Más nos parece que el sentido de “tapar” algo de aquellos tacos fuera más figurado que físico: esa
comida servía no tanto para cubrir el vino como para proteger de sus efectos. Las
historias que nos hablan de esa rodaja –tapa- de embutido que cubrió, por
primera vez, la copa de vino del monarca Fernando VII para que no le entraran
las moscas, no dejan de incidir en lo mismo. Esa pequeña comida –una maritata
en el habla gaditana de la Bahía- tapa y protege de los excesos del vino,
porque lo satisfactorio no es beber hasta caerse muertos, sino ser capaces de aprovechar
mucho tiempo la amistosa sociabilidad del vino para relacionarnos con los
demás.
Pero decía que ganarnos la identidad es reconocernos en
nuestro propio pasado. Quisiera que esta Feria rindiera, en esta edición, un
merecido recuerdo a los comerciantes isleños de los siglos atrás. Los que
hicieron feria antes que nosotros, con nuestra misma intención. Y, por
concretarlos en un momento que fue tan importante como para albergar en
nuestras islas gaditanas a la nación entera, en frase de Alcalá Galiano, permítanme
recordar lo que aquí se producía y a algunos de quienes, durante el asedio
francés, hicieron del comercio de vinos y comidas su vida propia y, desde esa especial
trinchera de La Isla de León, le hicieron la vida más fácil a sus
conciudadanos. Una palabra que, en español, se inventó aquí para el resto de
España.
La población de La Isla, entonces, apenas ocupaba la mitad de
su territorio. Pero, en lo urbanizado, ya sorprendió al arqueólogo francés
Alexandre Laborde, que cuenta, maravillado, las casi dos millas de largo de la
calle Mayor, destacando ya entonces su comercio, con “un gran número de tiendas
de todas clases”. Un elogio importante en quien viajó por toda Europa
Occidental. El resto era terreno de salinas, huertas, viñas, sequeros, canteras
y dehesas para pasto y siembra que se extendían en todas las direcciones
posibles hacia el mar. Este territorio apegado aún a las labores de la tierra
lo dominaban dos colinas, la Torre Alta del Observatorio y La Yesería, que era
como llamaban al Cerro de los Mártires, por su cantera de yeso. De la tierra
isleña salió piedra ostionera para hacer enteras varias ciudades, pero también
los chícharos, las garbanzas, las habas, las berzas de las huertas de
Madariaga, de Olea, de la Nucha, de Ardila, del Pedroso, de la Casa Vieja, de
Arneto, de Lilo, de Cobe, de las Anclas, entre tantas otras. Del manantial de
la Casería de Ossio, llevada el agua en barcas, bebió todo Cádiz cuando el
asedio le cortó el suministro de la que venía de El Puerto. Con esos
ingredientes, la desproporcionada olla podrida bajó a la tierra de las
realidades y se fue convirtiendo en nuestras berzas, como la de coles, que el
libro Cocina Regional de la Sección
Femenina señala como típica del día de los Santos en La Isla.
Las viñas de arena eran un cultivo antiguo en La Isla, del
que se tienen noticias desde el siglo XVII. Daban esas arenas una uva de mesa,
mollar, de sabroso gusto y tempraneras, para comer durante la virgen de Agosto.
Y daban también el arrope, cociendo su mosto, para conservar en su melaza los
melones y calabazas que esas mismas huertas producían durante el verano. Con
ese arrope se endulzaban migas, comida de supervivencia entonces, y hoy un lujo
que reclama un tiempo que no queremos darle a las cocinas.
En aquellos campos criaba en las dehesas y manchones de La
Isla -como el que había en Torre Alta-, cierta ganadería, insuficiente para el
importante consumo de carne de la época. El abasto del año en que las Cortes
estuvieron en la Isla lo ganó la vecina Doña Tomasa Aguilar, viuda de D. Fermín
de Ortega. Contando esos años de carne de un Sábado Santo al siguiente. Su
oferta trajo a La Isla carnes de vaca, toros, bueyes, novillos, carnero y
puerco fresco, en su temporada. Por las
necesidades de la guerra se permitió también abastecer de carne de macho cabrío
castrado, a diez cuartos menos que lo que valiera el carnero. Este abasto lo
ganó otro comerciante isleño, don Jerónimo Muñoz. Pero en una cocina donde
muchas veces sólo se podía comer sopa, el tocino llegaba a ser imprescindible.
El abasto del tocino en rama, en 1809, lo ganó un sargento primero de las
milicias, don Vicente García. Después se decidió que se vendiera de dos
calidades, siguiendo el mismo comerciante trayendo las de calidad superior,
desde el Condado de Niebla y de Ronda. En este recordatorio homenaje a aquellos
comerciantes intrépidos que se arriesgaban a buscar esos productos en zona
ocupada, destacar también a doña Ana Chavarría, que consiguió tocino de tinaja,
y a don Antonio Macías de la Vega y a don Manuel Rodriguez, que trabajaron el
tocino más económico.
Aunque la grasa que siempre prefirió La Isla es el aceite de
oliva virgen, incluso el malamente virgen que se prensaba entonces, y que por
aquí traía D. Antonio Díaz. Sin los freidores bicentenarios, como El Deán de la
calle Real, no podría entenderse la vida cotidiana de comer con dignidad por la
calle. Ya bastante bien habla de esta ciudad el que su plato fundacional sea el
bienmesabe; con permiso de las
tortillitas, que visten de traje de boda a los camarones.
Importante era el consumo de casquería que, en esos años,
ganó también doña Tomasa Aguilar. Con el tiempo, vino disminuyendo el gusto por
los mal llamados despojos de los animales. Ahora nos parece extraño cocinar las
meolladas, los pies, los entresijos, la rodeadora o las jetas. Sólo los callos,
tripas y la asadura de hígado sobreviven a los nuevos tiempos. Alguna vez
alguien –seguramente el maestro Pepe Oneto- escribirá la importancia de la
presencia de la Marina en la cocina isleña. Yo ya aprecio un trasvase, casi
silencioso y de siglos, especialmente entre la cocina gallega y la de nuestro
San Fernando. No es ajeno a ese mestizaje el permanente desplazamiento de
marinos entre los dos lugares, o las innumerables parejas formadas entre
originarios de uno y otro sitio. Por algo que no puede ser casualidad, sólo en
el sur occidental de Andalucía –es decir, lo más cercano de la zona marítima- y
en los alrededores de El Ferrol, se le echan garbanzos al menudo. Esa
complementariedad, que parece obvia, sólo se da en esas zonas. Y, por
extensión, la misma combinación ha producido, en los dos sitios, recetas de
garbanzos con pulpo, con chocos o con gambas. Y no son, como veremos, los
únicos ejemplos.
Durante varios siglos La Isla le puso la sal a las comidas de
dos continentes, que de aquí se llenaban los barcos con lastre de sal que
partían a América. Con esta sal limpia se hacían las mejores salazones y alguna
nos volvió acá, curando los lomos de tasajo de la carne de vaca que en Las
Pampas sobraba, y que aquí metíamos en tomate o en arroz. Ahora mismo algunos
restaurantes isleños están recuperando esas recetas de principios del XIX, como
el Macarena o los del grupo de Casa Miguel. Tampoco es nuevo el darle el valor
que merece al pescado que se cría en los esteros. A mitad del siglo XIX, Madoz
ya lo destacaba, como un comercio importante de La Isla, como un producto “sabrosísimo”.
El estero mejora lo inmejorable, como una anguila, alimentada a base de crustáceos
criados entre escamas de sal. Aunque nada resalta más la grasienta placidez de
la vida de una lisa en las salinas que hacerla, en su momento tradicional de
despesque, sobre una teja de barro entre brasas de sapina y salado blanco.
En el nutritivo cenagal de los esteros se crían langostinos
concentrados pero breves como un postre, coquinas de fango, almejas del ojo que
explotan en salitre y yodo al masticar su textura, humildes verdigones,
ostiones poderosos, cañaíllas que esconden lo mejor en lo más oculto de su
casquería, muergos que se deshacen en el paladar como un sorbete, bocas para
hacer ellas solas una mariscada, ilustres camarones y los siempre vivos cangrejos,
con su vocación de detener el tiempo. Había, entonces, abundancia y buen
precio. A finales del XVIII, un Arancel firmado en La Isla, que fija que se
pague ese impuesto, sorprende por las grandes cantidades de marisco que
computan: las Bocas tributaban por cada millar cogidas y las almejas las
contaban por seretes, un tamaño de espuertas. En otro Arancel, de 1808, se
cobra al público, en el mercado, los ostiones por docenas y las almejas por
cientos, a doce cuartos en los seis meses de la temporada de verano y a
dieciséis en los de invierno. Es el género más barato de ese comercio, con el
mismo precio que las sardinas, la morralla y los chocos. Y esos precios nos
indican que ya eran un consumo muy popular entonces. No lo eran las algas,
aunque estaban protegidas de las intrusiones de los barcos de pareja, como
lugar de desove de los peces, pero tampoco es cuestión de cerrarse a los nuevos
mercados y hay que celebrar lo que, desde La Isla está haciendo la joven
empresa Suralgae y algunos cocineros
isleños, como Miguel Ángel López Muñoz, para incorporar algas, con naturalidad,
en tortillitas y en nuestros guisos marineros.
Ese pescado también se comía –y se come- en La Isla guisado
con fideos. A mitad del siglo XIX en San Fernando había tres fábricas de
fideos, una produciendo exclusivamente para venderlos en América. En esa
curiosidad que citábamos antes, también en Galicia se comen hoy las almejas o
algunos pescados con fideos, en recetas que parecen isleñas. También aquí se
hacía, en pleno asedio, una empanada de chocos en su tinta, en fase de
recuperación también, que todavía se realiza en tierras gallegas.
Pero, terminemos este recorrido por la tapa –que en ese
tamaño de degustación se ofrecen todos los guisos aquí citados- con su otro
compañero inseparable, el vino. Y permítanme que diga vino y no cerveza por
defender, en lo que pueda, un producto tradicional que tiene medio vencida la
partida ante el empuje refrescante de la cerveza. Entonces los montañeses, que
servían vino y permitían la fiesta alrededor de él, hacían encaje de bolillos
para cumplir, o no cumplir y que no los cogieran, el bando del horario isleño
de cerrar a las nueve en invierno y a las diez en verano, con una hora más para
servir comestibles y bebibles para llevar desde los postigos de sus tiendas. Y
peor aún era impedir que, en esos festejos, no se mezclaran hombres con
mujeres, como estaba prohibido. En la tienda del Arco se vendía amontillado, vino
blanco, tinto, tintilla de Rota y Pedro Ximénez. En la tienda-taberna de Caneba
se podía encontrar manzanilla de Sanlúcar, vino dulce de Málaga y el catalán
peleón de entonces, el tinto de Carlón. En Las Cadenas, su encargado, Antonio
Hidalgo, sólo vendía generoso. También en La Isla se fabricaron esos años aguardientes
y licores –de clavo, de almendras, de naranjas- como los que le vendió Manuel
de Caviedes a los navíos de guerra franceses antes de ser apresados.
A todos ellos, comerciantes de la alimentación y de la
hostelería, los recuerdo ahora, para que no se olviden sus nombres ni la señal
que de ellos permanece en el Archivo Municipal de San Fernando, prueba de que
alguna vez vivieron en estas mismas calles. Ellos defendieron, hace doscientos
años, sus negocios como parte de una cultura de alimentarse en sociedad. Esta
cultura del beber y comer en compañía es todo lo contrario al ensimismamiento,
a la tristeza o al abandono de quien bebe o come solo. Con los amigos o con la
familia ni hay prisas ni nada es irrelevante, sino que forma parte de esa
cultura nuestra de apurar los momentos felices en su condición de únicos. Ese
vitalismo, aún crítico y responsable, es la esencia de nuestra cultura de lo
cotidiano. Y, en la medida en que sea capaz de entroncar con nuestro propio
pasado, conformará esa identidad tan necesaria para crecer y mejorar juntos.
Para empezar, en esta Feria Gastronómica vamos a beber y a comer juntos, no los
íntimos como es costumbre, sino toda la Bahía de Cádiz, que cabe entera por
unos días en el Parque Laulhé, llegados aquí para hacernos, entre cada uno de
nosotros, como en las antiguas ferias, trueques con los distintos rostros de la
felicidad."
Manuel J. Ruiz Torres
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