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El Castillo de Doña Blanca se encuentra flanqueado por el norte por la Sierra de San Cristóbal y por el sur por una amplia y extensa llanura de marismas y salinas formada por depósitos aluviales del Guadalete.
Esta llanura formó parte de la Bahía de Cádiz, por lo que el mar llegaba hasta la base del cerro en el que se situó el primer asentamiento.
Los restos más antiguos encontrados en el yacimiento pertenecen a una fase tardía de la Edad del Cobre, a finales del III milenio a.C.
De esta fase se han excavado algunos fondos de cabañas dispersas por la base del yacimiento que se adaptan a la topografía original del terreno.
Posteriormente se produce una fase de abandono –en la que el yacimiento permanece deshabitado- que se prolonga hasta mediados del S. VIII a.C., momento en que vuelve a ser ocupado, construyéndose pocos años después la primera muralla.
Desde el siglo VIII a.C. el yacimiento permanece poblado de manera continua hasta la llegada de los romanos a la Península Ibérica, con motivo de la segunda Guerra Púnica, a fines del S. III a.C.
Durante estos cinco siglos de ocupación ininterrumpida, la ciudad sufre varias remodelaciones urbanísticas y la construcción de otras dos murallas.
El yacimiento vuelve a quedar abandonado hasta Época Medieval Islámica, momentos en los que se estableció una alquería almohade.
Posteriormente en el siglo XVI se erigió una ermita, de planta de cruz griega, que es la torre aún conservada y que se denomina popularmente como Torre o Castillo de Doña Blanca, ya que la tradición popular la identifica como el lugar en el que sufrió prisión Doña Blanca de Borbón, esposa de Pedro I.
Desde el siglo VIII a.C. la ciudad estuvo provista de una potente muralla de la que hoy conocemos una pequeña parte. Se alza directamente desde el terreno natural y está construida con mampuestos irregulares trabados con arcilla roja; en las zonas excavadas se conserva una altura de 3 m. justo delante de la muralla se construyó un foso, de sección en V, de 20 m. de anchura y 4 m. de profundidad.
Esta muralla estuvo en uso hasta el siglo VI a.C. En el siglo V a.C. se dotó a la ciudad de una nueva muralla que sólo en parte reaprovechaba la anterior. Finalmente en los siglos IV / III a.C. se construyó el último y más reciente recinto fortificado.
Los restos constructivos pertenecientes al siglo VIII a.C. se localizan generalmente cubiertos por una potente capa de sedimentos acumulados de épocas ulteriores, por lo que normalmente se hace necesario excavar entre 7 y 9 m. de profundidad para hallarlos.
Las excavaciones han permitido documentar aspectos urbanísticos e industriales sobre todo en lo referente a la ciudad de los siglos IV / III a.C., como es la existencia de amplias calles –de hasta cuatro metros de anchura- y espacios abiertos o plazas, o la presencia en una de las estancias de unas piletas en las que se recogía el mosto procedente de otras dos piletas situadas a un nivel superior en las que se realizaba el pisado de la uva.
Se ha descubierto una amplia zona, extramuros de la ciudad arcaica, en la que no ha habido construcciones posteriores superpuestas, lo que ha permitido la excavación en extensión de un amplio sector de viviendas pertenecientes a estos momentos.
La mayoría de las viviendas contaban con un horno de pan consistente en una estructura de arcilla abovedada de aproximadamente 1 m. de diámetro de base.
Estas características constructivas se mantienen vigentes en las fases posteriores de ocupación del yacimiento hasta su abandono en el siglo III a.C.
Las viviendas se disponen en terrazas artificiales, construidas aprovechando la pendiente natural del terreno.
Se componen de 3 ó 4 habitaciones de forma cuadrangular construidas con paredes de zócalo de mampostería y alzado de adobes, revocadas de arcilla roja apisonada y la techumbre plana o a un agua, formada por vigas de madera y cubierta vegetal.