El pasado viernes 26 de octubre, invitados por ASODEMER-CÁDIZ, el blog Túbal, tuvimos el honor de asitir al pregón Tosantos 2012, a cargo de Hilda Martín García y presentado por José Carlos Fernández Moreno.
El acto tuvo lugar en el Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Cádiz.
ABASTOS EN LA PLAZA DE LA
CORREDERA.1812
Hoy, un día hermoso de 1812, me planto aquí como mujer americana, viajera indómita de mi
tierra bella, para deciros bajito, como quién canta una jarocha, la plenitud de
emociones que vuestra ciudad ha dejado fijada en mis ojos.
Y aquí, en esta casa consistorial a
medio hacer, ante los regidores, Lasquetti, conde de Casas Rojas, Don José
Serrano, conde de Rio Molino, entre otros, y el síndico personero Don Manuel
Iñigo, tengo a bien hablaros.
Soy Mariana Rodríguez del Toro,
esposa de Manuel Lazarín, español defensor a ultranza de nuestro rey preso
Fernando. Y aunque no debiera tener arrojo, ni valor, ni ganas por mi condición
de mujer de enfrentarme a los hombres,
no concibo la vida sin cultura y tengo desde hace años un salón en Veracruz
donde hablamos de política.
Vengo a contaros mis días en vuestra
tierra, y aunque las ráfagas del levante alivian la nostalgia
del runrún hermoso de los vientos Tehuantepecos.
Y aunque la sensación de salitre de las aguas próximas a esta ciudad de Cádiz,
y los islotes del Diamante y las Puercas, disculpan la extrañeza de los
arrecifes de Hornos, de la Cieneguita y la Lavandera. E incluso aunque el
sedoso acento de las mujeres gaditanas, con su cadencia y musical lenguaje
hagan que no note en falta el Tenek o el Olomik que hablan los indianos. Y aún cuando, esta luz, es la misma luz que
baña mi tierra, y las olas que bañan estas orillas de Santa María y la Punta de
la Vaca, son las mismas olas que bañan las costas de Veracruz, el mismo Atlántico indómito,
extraño mi tierra.
No ha sido fácil remontar este bravo
océano que moja las dos orillas. Ni sencillo, abandonar el olor a maíz tostado
y mole picantón y achocolatado de las meriendas en la hacienda. Salir del
barrio de negros de Huaca, abandonar Veracruz ciudad de Tablas, en
compañía de estos ávidos hombres de negocios y mercaderes, que han forjado jugosos negocios y vuelven a
España en pos del descanso de su aventura trasatlántica.
Medellín, Alvarado, La Antigua, Boca
del Rio, reconocieron mi esfuerzo al irme y dejar en la popa de este hermoso
bergantín, las copas del chijol, el ojite, el palo de rosa, el mamey, la palma y la
higuera. Y como recuerdo infinito de mi adiós, la ultima mirada a los
viejos muelles de la bahía de San Juan de Ulúa, llenos de canarios y
tinerfeños, hoy ya veracruzanos y afincados en Xalapa, encargados de llenar
estos barcos de todo lo mejor para los puertos españoles.
El Impecable, desplegó todo su
aparejo sobre los dos mástiles y sus velas cuadradas junto a las transversales, desde la proa hasta la
popa, confundió mis finos ropajes de
lino fresco y blanco indiano, con la rotunda claridad que provocaban los salvajes empujes del viento. Abandoné Nueva
España, marchando hacía la patria a llevar caudales para la guerra contra
nuestro Rey Fernando, abandoné la tierra de la mezcla, de los ladinos,
cimarrones, zambos y mulatos, para ir en pos de las Islas gaditanas en un bajel
lleno de las riquezas de América.
Agüita de Jamaica para evitar la fatiga del viaje, infusión dorada de
pepitas de melón para que la vigilia abandone mi cama. Plata en pasta de
Tampico, tintes, monedas en peso, cacao de Guayaquil y Marañón, pimienta
de Tabasco, zarzaparrilla, purga de Jalapa, anís, vainilla y cajones de
drogas y medicinas. Grana, granilla en polvo, añil de Guatemala, añil en flor de Caracas, azúcar de La Habana,
jirones de algodón, azafrán y espuma para hacer pipas. Cajas por cientos de
uñas de carey, cigarros, pacas de algodón y palos de caoba.
El convoy se precipitó por más de
cinco meses entre las olas, más de ciento setenta hombres de tripulación, unos
treinta y ocho pasajes, solo dos mujeres mi negra Jacinta y yo. De Veracruz a
la Habana, y de la Habana a Cádiz. Sin
enfermos de fiebre y sin atisbo del nauseabundo olor a podrido de los hombres
que sin dientes padecen escorbuto. Y
entonces, sobre el horizonte, como una pequeña mancha de yeso, estirada sobre
el mar, con la luz incidiendo perpendicularmente sobre las torres miradores y
las pequeñas azoteíllas que de blanco rotundo se vestían frente al cielo,
comprendí que había llegado a las Islas gaditanas. Cádiz, la ciudad más
nombrada en América.
Ya me lo habían dicho, y pensaba en esos comentarios que los navegantes
llevan de aquí para allá, de la hermosura del perfil de estas tierras sobre las
aguas. Me sonó esa luz, una luz idéntica a la mexicana, luz que empezó a
centellear en el horizonte mientras entrabamos
en la bocana del muelle y
percibíamos sinuoso el perfil de una sierra quizás cercana.
Bajeles y veleros
reposan radiantes en el ronroneo
continuo de las olas, Barco, barca, místico, balandra, goleta, polacra,
tartana, cachemarín, queche, bergantín, fragata, bombarda, laúd, gabarra,
patache, falucho, jabeque, lugre, Corveta, landre.
Desde los fuertes de San
Felipe, San Carlos y San Antonio o Aduana, se vigilaban sigilosas
las aguas, tenues aún al
alba de la bahía. Farolillos de
luz blanca, iluminaban la Puerta del Mar en ese momento desierta y en unas horas llenas del gentío de los muelles
y los embarcaderos.
Un vaho húmedo y frio se apoderó de
la mañana, y los pendones de las navieras parecían pintados en las sombras, asomados de
forma perpetúa a las hermosas torres miradores de las casas.
Una aurora espléndida llenó de forma paulatina de vida la bahía mientras yo desde la popa contemplaba un Cádiz emergente como la Atlántida, rígida y firme como Petra,
hermosa y limpia como Alejandría.
Angulosa y curvilínea, se me antojó una mujer perfecta
que arrollada por las olas, se dejara acariciar en un baño de espuma infinito.
El apuesto segundo de a bordo,
describía con parsimonia la visión que yo desconocía, los inertes campanarios
del Carmen y la casa de las cuatro Torres, la casa de Juan Clat, cargador de
Indias, que se desdibujaban en el
espacio. Una estela roja, señalaba en la bocana de la bahía a “Las Puercas” y a
las barcas dispuestas con cajones y escolleras que defienden inexpugnablemente
lo que guardan. Las baterías de Bilbao, de la Soledad y el baluartillo del
Bonete, todas ya pertrechadas con sus piezas de artillería, se presentaban solo
en la lejanía, hacía el océano. Al otro lado, el fuerte de Matagorda artillado
mirando al mar presto a batir los barcos por la proa. En el caño del Trocadero,
la batería del Comercio y al fondo del saco de la bahía, el Arsenal de la
Carraca y algún que otro pontón de prisioneros.
Quizás
aquí, en esta bendita tierra gaditana sitiada,
no se es consciente aún del terrible peligro. Creo que este
excesivo mar que les protege actúa como un vendaval que ventila y oxigena los
malos pensamientos, y que, hasta que no vean los uniformes de los húsares
paseando por sus calles, no van a ser conscientes del peligro que corren.
El
muelle está a rebosar de hermosos barcos y navíos. Las velas, recogidas por
poco tiempo, se aprietan contra los mástiles después de travesías largas y
pesadas.
Comprendo,
estando aquí y sólo aquí, que este
tintineo continuo de aires de otros lugares impide ver y apreciar el terrible
acecho de la muerte. La vida continúa aquí sin aspavientos, sin rencores. Los
colores y los olores de este puerto tan vivo, me transporta a lugares exóticos, donde la
guerra no existe, donde la vida es plena y pacifica.
Es increíble ver tantos buques, barcos pequeños y grandes, en un
movimiento continuo de fardos, cajas y cestos.
Los mulos entran y salen guiados por los cargadores gallegos en una incesante procesión de
productos.
Pero al pasar por la Puerta del Mar,
la oscuridad que la muralla procuraba hacía la parte del cantil se redujo y apareció
ante mí un espectáculo indescriptible. Colores y olores se convirtieron en mi
guía entre los numerosos puestos que se disponían de forma arbitraria a ambos
lados de la Plaza de la Corredera de las Águilas, la Corredera, como aquí la
llaman, plaza de San Juan de Dios, Mercado de abastos.
Entre las carnes no faltaba la de
carnero además de la de vaca, ternera y cabrito, el cerdo en embutidos de todos
los tipos provenientes de las sierras cercanas. El trigo, en el repuesto
público a fanegas, la cebada, el maíz, garbanzos y garbanzas, lentejas,
alpiste, arvejones, habas tarragonas, habas comunes, quesos del país y de
Flandes, bacalao a quintales, frijoles, arroz de la Carolina, arroz de Valencia
moreno y superior, pasas de sol, manteca de Flandes, jabón duro o piedra, carbón y pan ahora ya de
una sola calidad, suspendido por decreto la elaboración del pan francés o el
de privilegios.
Merluzas, pescadas, besugos,
lenguados, dentones, atún que venden por las esquinas y fritos a trozos
pequeños en puestos ambulantes o
bodegones, envueltos en papel de periódico. Chocos, almejas, ostiones
camarones, langostinos y otras especies de marisqueo, lapas, erizos, coquinas y
cangrejos.
No falta en ella producto alguno, ni
de entre ellos los mejores. No importa el origen ni la procedencia, ni siquiera
los cientos o miles de leguas que hayan tenido que recorrer para estar aquí
presentes, a nuestra mano, jamás he visto tantos y tan hermosas frutas,
verduras, carnes, pescados y mariscos
concentrados. De tantas formas y variantes, tan extraños y tan comunes
que de verlos juntos uno no puede más que maravillarse, sobre todo cuando el
país esta en guerra y levantado. Dicen que en las casas más humildes de la
ciudad, los pucheros se llenan de guisos
de bacalao o de machorra,
oveja estéril, cecina, todo con
mucho ajo y pimentón molido. De beber, vino aguado. Los caldos, hechos con agua
de lluvia, única que inundan los aljibes
encalados. Caldos curativos y ligeros en el que la achicoria y la borraja son
las verduras más aconsejadas al poco
caudal del bolsillo, aunque recomendándose que algunos días, se hagan un poco más nutritivos con
harina de cebada y arroz, con carne de gallina o jamón de tal sustancia, que
incluso se concentran en pastillas como víveres en los barcos de guerra. Sopas
de pescado o de verduras en la que a
veces solo el pan y un poco de aceite son sus ingredientes, siendo el soporte de algunos centros de
beneficencia y hospitales de las ciudades en guerra. Mientras, los más
pudientes, caldos y guisos con garbanzos, verduras, carnero, aves, morcilla y
lengua de puerco. Y las borrajas rebozadas en gachuelas como si se tratara de
bacalao. Y en la confitería de plazuela de Fragela del señor José Cosí,
bizcochos de plantillas, panales, anises, pastillas de chocolate, garrapiñadas,
caramelos, yemas, merengues, bizcotelas y
helados.
Pero, a pesar de esta guerra, lo que me
encontraba en Cádiz, no era comparado a nada de lo que había visto con
anterioridad. Las tiendas y establecimientos estaban presentes en todas las
calles de la urbe, daba igual la importancia de la misma o sus dimensiones. Los
escaparates y la manera de mostrar los productos y manufacturas que en ellos se
vendían eran dignos de los mejores pintores, y hoy continúan casi viviendo de
espalda a la cruenta afrenta bélica, luciendo con las mismas galas. La sombrerería de la Plaza de San
Agustín, el precioso y coqueto almacén
de lencería de la Plazuela de las Viudas, la de loza y cristalería de la calle
Flamencos, la de seda y tafetanes de la Calle de la Magdalena en el barrio de
San Carlos, dan muestra, a cuantos las contemplan, de que en esta ciudad se
sabe de menudeo y se conocen los mejores productos del mundo y están dispuestos
a traerlos para quienes estén en condición de consumirlos.
De igual forma estaba
engalanado el mercado, los cestos y tablas bien dispuestos y en las esquinas
los hermosos puestos de aguadores con sus anises preparados para hacer el agua menos
insípida. Aguadores que portaban el agua a las casas,
subiendo a los pisos cargados con pesadas barricas o cubas y aquellos que en
las calles y plazas de la ciudad vendían el agua en los vasos que llevaban en una cesta. Los que trabajaban a pie, repartiendo
el agua que cargaban en una pipa pequeña y aquellos que, seguramente un poco
más pudientes, cuentan con un pequeño mulo o un puesto fijo en algún lugar de
esta ciudad. Puestos fijos, como el de la Plaza del Cañón, con hermosos y enormes cantaros de barro
fabricados en el bajo Guadalquivir en las que está absolutamente prohibido
introducir vino o aceite.
Los policías de abastos
vigilaban que la normativa municipal en cuanto a pesos, medidas y precios se
cumpliera. Que los productos que entraban por la Puerta del Mar estuvieran
contabilizados de forma que pudieran ser sujetos a los arbitrios, que los
pósitos de trigo estuvieran saneados y siempre llenos, sobre todo en estos
momentos críticos para la población.
Paseaba en este rudo y ya caluroso mes, con paso presto hacía la
casa de Frasquita Larrea que ha tenido bien darme hospedaje, y mis pies menudos
se dirigían mágicamente a aquellas tablas bendecidas con el don de los
sentidos.
El tocino recio y de ricas vetas rojizas con sus
letreros de procedencia Córdoba, Ronda, Huelva, San Juan del Puerto y
Benaocaz. Las enormes tinajas y pipas de
aceite, cuyo color dorado se confundía con el brillo de las balanzas, pesos y
romanas que el maestro veedor fijaban en los puestos.
Las tabernas y destilerías tan concurridas, donde los aguardientes de
Holanda, el tinto de Cataluña, los vinos de Jerez, Sanlúcar y de Málaga,
componían una sinfonía de olores inexplicables e inmejorables para ser
saboreados y degustados. Vinos como el fino,
el oloroso o el amontillado, son vinos generosos,
aromáticos, de color amarillo-verdoso. Vinos procedentes de sarmientos
tendidos y largos, de hojas palmeadas con los senos acorazonados. Uvas
redondas, duras y tempranas. Palomina Blanca de jerez, Trebujena, Arcos,
Pajarete y Espera. Palomino de
Conil y Tarifa. Tempranilla de
Rota, Trebujena y Granada. Orgazuela del Puerto de Santa María. Ojo de
liebre de Lebrija. Tempranas blancas de Málaga y Algeciras. Listanes junto a
los moscateles, Pedro Ximénez, las mollares negras y blancas, los jaenes y la
tintilla.
Mientras recorría el sinfín
de puestos y tablas, el jolgorio y las voces alzadas de los tenderos animaba mi
sensación de bienestar en esta ciudad
donde todo se me mostraba virgen, la pescadera, el vendedor de chorizos
cocidos, el carnicero, la verdulera, la gacetera, la naranjera, el vendedor de
agua de cebada, afiladores de cuchillos, escardadores de lana, y el
aceitero pugnan por el mejor lugar para colocar sus mercancías. Y aquellos
arropieros que además ofrecían garbanzos y habas tostadas, altramuces y
algarrobas, siempre rodeados de pequeños.
La mañana traía el olor
esplendido a café intenso y que da nombre a un lugar privilegiado, un sitio
neurálgico donde pasar las horas charlando, verdaderas tertulias donde se
desmenuza la situación política, económica y social de una España que se
asomaba desde las noticias que llegaban como un alma en pena.
Es curioso, pero cuando uno
entra en un café de estos de Cádiz, sufre una necesidad de ser acogido. Hombres
que sacan la tabaquera, despuntan el
cigarro y el solo hecho de encenderlo
en la misma bujía que los alumbra,
les da cierto derecho a sentirte
integrado.
Ahora, que salgo de este
espacio en el que los sentidos eclosionan como si toda América de golpe se
desparramara por esta isla gaditana, ahora que envuelta en el halo esplendoroso
que procedente de la bahía, huele a
flores de este Mayo bendito y a los cantos dadivosos y entremezclados de
aguadores, freidores de pescados, pimpis y floristas, me quedo con este son al
runrún de la calle, en la voz tibia de un vendedor anónimo:
“Aguileñas vendo, flores de tallo esbelto, que en las tablas
del mercado se ofrece a la mujer pura. Ofrezco hermosas y olorosas argentinas a la de sienes plateadas.
Ojiacanta y albahaca para ahuyentar la melancolía, a las que padecen mal de amores, en tanto que vendo la Madre Selva que protege la virginidad de las jóvenes casaderas. Tengo entre mis cestos, Rosas silvestres, en
matojos, menudas y olorosas cual mujer pobre y
harapienta en la que destaca su hermosura. Y regalo, Jazmines armoniosos, igual al talle
perfecto de la mujer que camina por las estrechas callejuelas de Cádiz, de tez
inmaculada como la Azucena”.
Los caudales de mi rey están
seguros y con estos paliar las necesidades de la guerra, volver América
impregnada de estas sensaciones y parir en México un Cádiz hermoso y pletórico,
será el pago perfecto, la mejor de las maneras de recordar las imágenes que
llevo grabada en mis ojos.
El tiempo pasará, y su cadencioso compás, sin espera, sin
tregua quizás lo cambie todo. Y cuando
los años, los siglos pasen y el lugar de las tablas, puestos y cestos llenos de
colores y olores, ya no sea este que ahora contemplo, seguirán existiendo los
pregones. Porque pregonar es soltar al aire la descripción de lo que uno tiene,
sean palabras, flores o ricos productos. Soltar para que otros se sientan
tentados por lo que se ofrece. Casi
cantar con sinuosa voz, la belleza de lo que cubre la tabla, el mejor pescado,
la mejor verdura, o la mejor carne.
Ojala no cambie nunca este
proceso mágico y cotidiano de comprar y vender que se trastoca en un Festín
para los Sentidos, una sinfonía de colores, un enjambre humano, bullicioso, que
grita, ríe , canta y pregona. Un acto personal que solo en el cuerpo a cuerpo
de quien vende y quien compra puede darse. Un acto humano en un escenario lleno
de color y vida, donde se teatraliza la necesidad básica de los seres humanos
de comunicarnos.
Bendito el abasto diario de
los pueblos, bendito el trasiego y el vaivén de los olores y colores de los
mercados y bendito el sentido mágico de quien compra y quien vende. Los que lo
han hecho siempre, y los que lo harán siempre siglo tras siglo por esa
necesidad del hombre de abastecerse.
Hilda
Martín García
Cádiz,
26 de Octubre 2012
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